Viaje a la última dictadura de Europa

A más de una década del desmembramiento de la Unión Soviética, Belarús es un país suspendido en el tiempo. Englobado en el eje del mal por Estados Unidos, es el único Estado donde aún existe la KGB

lukashenko-kolhoznikMinsk.- Cuando el tren se detiene en Brest, apenas cruza la frontera con Polonia, Svetlana, una estudiante de la Academia Estatal de Música de esa ciudad canta “Noches en los Suburbios de Moscú” mientras vende frutas, agua y cerveza a los pasajeros retenidos. El tren se encuentra suspendido por un sistema de grúas dentro de un hangar para que los mecánicos del servicio de ferrocarriles del Estado bielorruso cambien las ruedas de los vagones. Durante los tiempos del zar Alejandro II, se ensancharon las vías de los ferrocarriles del entonces Imperio Ruso para evitar las invasiones por este medio desde Occidente. Eso fue hace más de un siglo, pero Belarús parece seguir suspendida en el tiempo. “Somos como una isla entre dos océanos: Rusia y Europa”, asegura Barys Garetzky, joven duro y de pocas palabras, miembro de la agrupación Frente Malady, opositora al actual gobierno.

Belarús es ciertamente un lugar aislado desde que Alyaksandr Grigoryevich Lukashenko, ex líder de una granja colectiva, llegó a la presidencia en 1994, después del desmembramiento de la Unión Soviética. De buenas relaciones con el entonces presidente de la Federación Rusa, Boris Yeltsin, llegó al poder con un claro mensaje hacia el electorado: las cosas van mal porque la Unión Soviética no existe más y con ella desaparecieron las bases de la vida simple, segura y próspera. En ese tiempo, Lukashenko pasó de ser un líder paternalista, amante de los deportes y las poses militares, a convertirse en un autócrata apoyado por Rusia.

Catalogado por la secretaría de Estado de los Estados Unidos, Condoleezza Rice, junto con Birmania, Corea del Norte, Cuba, Irán y Zimbabwe, como uno de los “asentamientos de la tiranía” y condenado por la Unión Europea por ataques a manifestantes y persecución a líderes de oposición y periodistas, Belarús, bajo Lukashenko, tiene el peor récord de derechos humanos de toda Europa, según la Federación Internacional de Derechos Humanos de Helsinki.

Como símbolo basta un dato: Belarús es el único ex miembro de la URSS en el que el servicio de inteligencia conserva el nombre de KGB, no sólo por una cuestión nostálgica, sino porque el fundador de la Cheka -precedente de la KGB-, Felix Dzerzhinsky, nació en un pueblo cercano a Minsk que hoy lleva su nombre. Según Zmicier Dashkevich, líder de la agrupación juvenil opositora Frente Malady, que cumplió una sentencia en prisión por manifestar contra el gobierno, “la política de Lukashenko está enfocada a sofocar la sociedad civil”. El anterior líder del Frente Malady, Pavel Sevyarynets, fue sentenciado hace unos meses a tres años de “trabajo correctivo” por manifestar en diversas ocasiones.

Lukashenko cerró universidades independientes -como la Universidad Europea de Humanidades en Minsk, capital del país-, afirmando que ese tipo de estudios “envenenan las mentes”. Fabiana, ex alumna de ese centro de estudios, afirma tras una manifestación pacífica reprimida por la policía en la Plaza Octubre, en pleno centro de la capital: “La verdad, me niego a volver a causa de la situación política”. Fabiana se mudó a la cercana Lodz, en Polonia, para poder continuar sus estudios. Si se quedaba en Belarús no tenía más opción que hacerlo en una universidad del Estado. “No quiero estar estudiando vigilada, bajo presión constante.”

Todo el control
Según Vitali Silitski, ex profesor de Economía de la clausurada UEH y actual miembro del National Endowment for Democracy, en Washington, “[en estos 11 años] nunca ha habido algo como una crisis política. Es que Lukashenko jamás ha perdido el control”. Simplemente no deja lugar para el disentimiento: se deshace rápidamente de personajes populares dentro de su administración y se ha encargado de encarcelar, enviar a campos de trabajo o hacer desaparecer a los líderes opositores. Deja en bancarrota a ONG locales y echa a las extranjeras. Su gobierno controla las transmisiones televisivas, radiales y gran parte de la prensa escrita; la iniciativa privada sólo funciona con la venia del gobierno; no hay riqueza privada en Belarús, todo está controlado por el Estado. “Lukashenko es el Estado”, afirma Silitski.

Es difícil entender a Belarús; el régimen sobrevive gracias a energía barata de procedencia rusa y a estar entre las diez naciones que encabezan la lista de fabricantes de armas. En un país que estuvo bajo el brazo de los rusos durante 200 años, el presente gobierno depende sustancialmente del actual presidente ruso, Vladimir Putin, para seguir en pie. Victor, director de una compañía agrícola sostenida en gran parte por el Estado, ofrece vodka y pepinos mientras dice que “es imposible separar a Belarús de Rusia”. Lukashenko consiguió un segundo mandato en septiembre de 2001 y vía libre a un tercero después de un referéndum realizado el año pasado con vistas a las elecciones presidenciales que se llevarán a cabo en septiembre de 2006. En ambas ocasiones los comicios estuvieron discretamente apoyados por Rusia, pero fueron considerados fraudulentos y no democráticos por la oposición y auditores externos.

Pero el hecho de que Belarús siga existiendo hoy como Estado soberano confirma que es algo más que un apéndice ruso. Según la comisaria europea a cargo de las Relaciones Exteriores, Benita Ferrero-Waldner, “la Unión Europea desea tener una estrecha relación con todos nuestros vecinos, y eso incluye Belarús. Queremos compartir con su gente los beneficios de nuestro hogar europeo común. La Unión Europea ha condenado las prácticas antidemocráticas del régimen bielorruso y ha expresado un fuerte interés en que Belarús pase a ser un vecino democrático y estable”.

Nostalgia del pasado
Belarús fue una nación sin historia propia hasta la llegada del régimen soviético, que consiguió llenar ese hueco mezclando la doctrina comunista con los héroes partisanos de la Gran Guerra Patriótica. Hoy, a 60 años del fin del conflicto, las bocas del subterráneo y las impolutas y grises calles de Minsk están empapeladas con referencias a la victoria de 1945. “La grandeza de espíritu y el patriotismo del pueblo bielorruso, que consiguió la victoria con sufrimiento, no pueden ser opacados por el paso de los años”, destacó el presidente en su discurso por el 60° aniversario de la victoria, en mayo último.

En los primeros años de su gobierno, Lukashenko ordenó cambiar la bandera blanca y roja que surgió como símbolo de la independencia en 1991 por aquella que flameaba durante los tiempos de la República Socialista Soviética de Bielorrusia -verde y roja, aunque ahora sin la hoz y el martillo-, mientras les decía a sus más leales votantes, “hemos vuelto a la bandera del país por el cual ustedes lucharon. Les hemos devuelto a ustedes la memoria y el orgullo”. La capital se ve hoy como una enorme exposición de propaganda, con el edificio del Museo Bielorruso de la Gran Guerra Patriótica ocupando un lugar privilegiado en el centro de la ciudad.

Quizá por eso los bielorrusos de mayor edad son quienes más apoyan a Lukashenko. Esta gente, la mayoría agricultores o veteranos de guerra, ha creído en las autoridades por más de 70 años y no imagina que Lukashenko pueda mentirles. “El problema es que gran parte de la gente no es realmente consciente de que existen otras opciones porque pasaron del régimen soviético al de Lukashenko y piensan que ésta es la manera en la que debe ser”, dice Alex Kudrytski, periodista del diario independiente Nasa Niva (Nuestro Campo).

Pero lo que también hace retraer a los bielorrusos es el miedo a la pobreza. En ciertos lugares de la ex Unión Soviética se han producido reformas económicas radicales por las que hoy se están sufriendo condiciones de pobreza jamás vividas anteriormente. En Belarús, Lukashenko se ha encargado de reforzar la agricultura en las granjas controladas por el Estado; si bien existe la pobreza, las pensiones mínimas no bajan de 30 dólares por mes, mientras que en ciertos lugares de la Federación Rusa no superan los 10 dólares. Y en Georgia -gran beneficiado por la ayuda económica proveniente de los Estados Unidos-, las pensiones no llegan a los 7 dólares. “[Lukashenko] quiere ser amado. Quiere ser algo semejante a Stalin; no existe ninguna otra figura popular en Belarús, y si existe esa amenaza, se la hace desaparecer”, asegura Kudrytski.

El terror a un conflicto paraliza a los bielorrusos. Desde su independencia del bloque soviético en 1991, los bielorrusos siempre han tenido paz, mientras que en otras partes de la ex URSS, como Georgia, Azerbaiján, Chechenia, Osetia y Crimea han tenido lugar conflictos. Hay números que nunca van a desaparecer de la memoria colectiva, como los 2,5 millones de muertos que dejó la Segunda Guerra Mundial. El país fue también el que más sufrió, en 1986, con la explosión del reactor nuclear de Chernobyl, a sólo 16 kilómetros de Belarús.

Lukashenko orquestó en los últimos meses una disputa con Polonia al perseguir y arrestar a miembros de la Unión de Polacos (UdeP) -una minoría étnica de 400.000 polacos viven en territorio bielorruso-, acusándolos de elegir a su nuevo líder ilegalmente y de tener reuniones no autorizadas con autoridades extranjeras. Hace muy poco, el gobierno de Belarús ha prohibido terminantemente la ayuda proveniente del exterior -en especial de Polonia, aliada de Estados Unidos- que tenga como objetivo algún tipo de actividad política.

Maxin, oficial de artillería en el pueblo de Dzyarzhynsk, donde los pocos jóvenes que se ven llevan uniforme, comenta sobre a la actual disputa entre Belarús y Polonia: “La gente ha sufrido bastante durante la Segunda Guerra como para entrar en otro conflicto sin sentido”.

La UdeP bajo nuevo control sería un foco opositor a su gobierno y podría llegar a ser un transmisor de fondos externos para una potencial revolución. El ataque a la UdeP es visto como una manera de agudizar la retórica antioccidental, de satisfacer a Rusia y de testear a la UE.

La revolución en marcha
Después de más de una década de Lukashenko, los bielorrusos están perdiendo la paciencia. Olga, una enfermera de un centro médico estatal de Minsk, confiesa: “Son muchas las pequeñas cosas por las cuáles no somos del todo libres. El régimen de Stalin también empezó con pequeñas cosas”. Grupos de jóvenes opositores están ganando adeptos prestando atención a los ejemplos vecinos. En los últimos dos años, tuvieron lugar revoluciones democráticas en Georgia, Ucrania y Kirguistán. Desde hace unos años se rumorea una posible anexión entre Rusia y Belarús. A Putin no le gusta del todo Lukashenko, pero otra revolución pacífica dentro de su área de influencia, cómo la Púrpura, en Georgia, o la Naranja, en Ucrania, le gusta mucho menos.

Si bien estas revoluciones inspiraron a mucha gente demostrándole que los cambios son posibles, también pusieron a Lukashenko en alerta con respecto a lo que puede suceder en las próximas elecciones. Según una nueva ley sobre los órganos de seguridad del Estado, a la policía le está permitido disparar en tiempo de paz cuando el presidente así lo decida y la KGB tiene hoy más atribuciones. “Doscientas personas de nuestra organización han sido arrestadas en lo que va del año simplemente por participar en manifestaciones -afirma Jauhen Afnagel, del grupo opositor Zubr (Bisonte)-. Las autoridades bielorrusas dificultan la realización de las personas, el libre desarrollo del país. La gente no tiene la oportunidad de expresarse libremente, no tiene derecho a elegir y la gente con ideas diferentes es perseguida.”

Lukashenko está dispuesto a usar la fuerza ante la amenaza de un cambio, pero las nuevas generaciones de opositores creen que el cambio va a llegar después de las elecciones presidenciales en septiembre de 2006. Según ellos, lo más probable es que Lukashenko se asegure un tercer mandato, pero creen también que su caída, a partir de ese momento, será una cuestión de tiempo. Yury Karetnikau, joven líder del movimiento Alianza Pravy, asegura, mientras deja entrever en su cuello un colgante con la bandera blanca y roja: “Con la revolución Naranja de los ucranios apareció la esperanza porque nosotros somos como ellos; llegará el tiempo en que nosotros también nos mostraremos como somos”.

Por Andrés Schipani
La Nación, Buenos Aires
16.10.2005


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