Un reencuentro esperanzado y esperanzador. La gratitud más grande del mundo
Un joven judío bahiense viajó a Polonia para conocer personalmente a la familia católica que salvó a sus ancestros del exterminio nazi.
Gustavo Mandará / "La Nueva Provincia"
En el oficio de intentar contar vivencias no suele ser lo más usual que, en algún momento de una entrevista, tanto entrevistado como entrevistador se sorprendan mutuamente con los ojos llenos de lágrimas.
Sin embargo, una de esas raras excepciones se produjo durante la charla que originó este artículo. Mencionar tal detalle quizás no sea la mejor forma, pero es una manera sincera, sencilla y concreta de intentar abordar una historia inmensa y emocionante, que, además, involucra directamente a un habitante de nuestra ciudad.
Se trata de Gabriel Anmuth, ingeniero civil y docente en la escuela hebrea Doctor Hertzl, de la calle Lavalle.
Este joven de 36 años, rosarino de nacimiento y bahiense por adopción (está casado con Marisa Kahan), regresó recientemente de Polonia, adonde viajó para conocer a la familia católica que salvó del Holocausto a varios de sus ancestros directos. Escondiéndolos alternativamente en un altillo repleto de heno o en un sótano disimulado debajo de una montaña de papas, estos cristianos polacos ocultaron durante dos años y cinco días a los integrantes de una familia judía.
De tal manera, evitaron su deportación a alguno de los cercanos campos de exterminio donde, en la Segunda Guerra Mundial, los nazis asesinaron a seis millones de personas.
Pese a que el contacto epistolar se mantuvo con cierta regularidad, debieron pasar 55 años para que dos de los protagonistas de esta historia tan pletórica de heroísmo como de solidaridad volvieran a estrecharse las manos.
Y Gabriel fue testigo directo del indescriptible momento.
Recuerdos de familia
Uno de los más tremendos legados del Holocausto estuvo dado por la destrucción de la identidad de centenares de miles de familias.
Junto con millones de vidas, en las cámaras de gas también se borraron rastros de orígenes, parentescos, ascendencias y descendencias. Desperdigados por todo el mundo, hay judíos a quienes les está vedado saber exactamente de dónde vienen.
Tienen claro que esas respuestas que buscan se incineraron en los hornos de Auschwitz, se enterraron en las fosas comunes de Treblinka o se volaron en los paredones de fusilamiento de Dachau. Más aún, como Samuel Anmuth, el abuelo de Gabriel, muchos ancianos prefirieron morir sin siquiera hablar alguna vez de aquella avalancha de muerte que barrió con sus hermanos.
“Mi abuelo falleció en 1975 y mi abuela en 1984. Cuando ellos no estuvieron más, en su casa encontramos una serie de cartas y fotos guardadas en una caja de zapatos. Gracias a esos papeles, reconstruimos gran parte de esta historia", explica Gabriel.
Aquellos papeles revelaron el contacto entre Samuel Anmuth (quien llegó a la Argentina en 1929) y su tía, Ita Rubinfeld, quien emigró a Canadá después de la guerra.
"Allí, esta mujer le contaba a mi abuelo cómo habían sido salvados por unos vecinos católicos que accedieron a esconderlos. Tres hermanos de Samuel no tuvieron la misma suerte y, tras su deportación, nunca más se supo de ellos", cuenta.
Sabedores del valor que para una familia judía podían representar estos documentos, por medio de los archivos del Museo del Holocausto de Washington, se obtuvieron ciertos datos que permitieron determinar que un hijo de Ita, llamado Joe Riesenbach, vivía en Winnipeg, Canadá. Joe era uno de los tres niños que estuvieron escondidos dos años y cinco días en la casa de aquella piadosa familia polaca. Tras constatarse los parentescos e intercambiar información en ambas direcciones, los Anmuth y Joe Riesenbach se encontraron el último verano en Miami.
"Entre otras cosas, mi abuelo tenía una foto de una familia que no sabíamos quiénes eran. Resultó ser de Joe, junto a sus padres y hermanos, en un campo inglés de desplazados, donde vivieron algunos meses después de la guerra. No podía creer que desde la Argentina le lleváramos semejante recuerdo", dice.
Allí resolvieron juntos regresar a Polonia, para que Joe pudiera presentar su familia a quienes habían sido sus salvadores.
"Nos pidió que lo acompañáramos, porque no se animaba a volver solo a reencontrarse con semejantes recuerdos", comenta Gabriel.
El operativo "retorno" se concretó entre el 17 y el 28 de septiembre de este año.
El mismo Dios
Tras encontrarse en el aeropuerto de Amsterdam, la comitiva familiar integrada desde la Argentina por Gabriel, sus padres, su mujer Marisa y, desde Canadá, por Joe Riesenbach, su mujer Ruth y Ron, hijo de ambos, arribó a Varsovia.
"Uno tiene la sensación de que Polonia se llevó la peor parte de la guerra. Después de los alemanes, vinieron los rusos. El país fue reconstruido según el modelo soviético. Varsovia es una ciudad cuadrada y gris", comenta.
Después de unos días en la capital polaca, viajaron a Cracovia, distante 170 kilómetros de Markowa, el pueblo rural donde había sucedido todo.
"Cracovia, cuyo arzobispo durante muchos años fue Karol Wojtyla (hoy Juan Pablo II), sí mantiene algo del esplendor edilicio anterior a la guerra", señala.
Hasta allí se acercaron a recogerlos dos de los nietos de Janina Bar, para transportarlos a Markowa. Janina es la hija de Josef y Julia Bar, los católicos polacos que decidieron arriesgar su vida para salvar la de sus vecinos judíos.
Cuando la guerra, Janina tenía 19 años y Joe, 15. Es decir, una edad suficiente como entender muy bien lo que ocurría. Aquellas lágrimas aludidas en el comienzo brotaron al momento en que Gabriel contó el instante preciso del reencuentro entre la salvadora y el salvado."Lo primero que recordaron fue que cada día, cuando Janina les acercaba la papa hervida con la que se alimentaron mientras estuvieron escondidos, les decía que no había nada que temer, porque Dios estaba con ellos. Mirando sus rostros, más que nunca pude comprender que, pese a tratarse de una familia judía y una católica, realmente, creían en el mismo Dios", revela emocionado.
Si se tiene en cuenta que, a menos de tres horas de distancia de donde los Riesenbach permanecían escondidos, se encontraba el centro de extermino de Auschwitz, donde se calcula que se ejecutó a 3.200.000 judíos, se concluirá que, efectivamente, más allá de las religiones, hubo una mano divina cuidando a esta gente.
El altillo de los milagros
La guerra y el proyecto sistemático de exterminio de judíos conocido como La Solución Final se habían mantenido bastante lejanos de la remota aldea de Markowa hasta el verano de 1942.
Un día, alguien le avisó al padre de Joe que había llegado la orden de que la policía local (Polonia estaba ocupada por los nazis desde 1939) deportara a todas las familias judías. Desesperados, los Riesenbach huyeron de su casa y se ocultaron durante varios días en unos maizales cercanos.Sabedores de que no podían sobrevivir en esas condiciones, una noche la madre de Joe (propietaria de un pequeño comercio) regresó al pueblo y pidió refugio a la familia de una clienta. Ella, su marido y sus tres hijos (además de Joe, Jenny y Marion, de 10 y 8 años respectivamente) fueron ocultados en un altillo. Un domingo, luego de una misa, el sacerdote de Markowa informó a los parroquianos que faltaba deportar a una familia judía y los instó a requisar casa por casa para determinar si aún podían estar escondidos.Ante semejante novedad, los Bar permanecieron inmutables por fuera y consternados por dentro. Cuando llegaron a su casa, sacaron a los Riesenbach del altillo y los ocultaron en un cajón, donde los cinco apenas cabían de cuclillas. Cubrieron el escondrijo con una montaña de papas y, cuando llegaron los inspectores, Josef Bar les ofreció unos tragos de vodka casero. Los sicarios bebieron, miraron todo por arriba y se fueron.Por si hace falta aclararlo, si los hubieran encontrado, todo se habría terminado allí, tanto para los Riesenbach como para los Bar, a quienes no se les hubiera perdonado su "traición".
Desde ese día, hasta que terminó la guerra, los Riesenbach permanecieron confinados en una habitación en la que no había otra cosa para hacer que sacarse las pulgas unos a otros. Cuando llegaron los rusos, todos tenían bocio y debieron consumir cantidades industriales de yodo para recuperarse. Emigraron a Canadá en 1947 y, una vez establecidos, ofrecieron a quienes habían salvado sus vidas la posibilidad de irse a vivir con ellos para evitar el yugo comunista.
"Los Bar jamás aceptaron ninguna recompensa o premio por parte de los Riesenbach. Una y otra vez, repitieron que lo que habían hecho era, únicamente, cumplir con su deber cristiano. No obstante, a Janina se le otorgó la medalla que distingue a aquellos Justos entre las Naciones, que colaboraron para evitar el exterminio de nuestro pueblo", revela Gabriel.
El mismo reconocimiento le fue conferido a Oskar Schindler y al diplomático sueco Raoul Wallenberg, entre otros.
Antes de la guerra, sobre 800 mil habitantes que tenía Cracovia, había 65 mil judíos. Hoy, apenas quedan 150, mayormente dedicados a coordinar el arribo de aquellos hermanos de raza de todo el mundo que llegan para conocer el sitio donde fueron exterminados sus predecesores. Estadísticas tan estremecedoras se repiten en cada población polaca. "Lo más importante es que Joe ya nos dijo que, esta vez, no tendría problemas en animarse a regresar solo al lugar donde nació", concluye Gabriel.
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