Polski
El otro día al recordar el barrio asociado con la lluvia, repasé mentalmente los árboles que se encuentran allí, antes de nuestra llegada. Una doble fila de casuarinas, que toda mi infancia los reconocí como pinos, definían una entrada de tierra a las canchas de rugby, al ya inexistente Club Buenos Aires. Hoy eso es propiedad del Hindú Club, la entrada fue alambrada, quedando como calle interna. De chico, uno de mis placeres era sentarme o pasearme por entre aquellos altos arboles, y poder escuchar el típico silbido que su follaje produce al ser atravesado por el viento. Los días de vientos fuertes o tormenta, gustaba pasar por allí de camino o de regreso de la escuela primaria, la humilde N° 22 tan precaria en su construcción, pero tan cara a los afectos de los niños de aquel entonces. Solo la dirección y un aula adyacente eran de material, al fondo las aulas prefabricadas de madera, eran terriblemente frías en los helados inviernos, todavía el agua de las zanjas se escarchaba y la helada blanqueaba los pastos de los tantos terrenos baldíos existentes. A la izquierda de las casuarinas, actualmente hay una cancha de rugby, en el año 1954, cuando llegamos a Don Torcuato, existía allí una caballeriza, su forma en U, recreaba un enorme patio central donde estaban los bebederos y palenques delante de los boxes, la construcción era de ladrillos a la vista y madera, una alta torre con mirador sumaba su encanto, en su parte media comunicaba con un pasillo a lo largo de los boxes, y había unos cuartos destinados a herramientas, depósitos de granos y alfalfa. Jugar a las escondidas en ese lugar, era como sentirse dentro de un tenebroso castillo. Vericuetos por doquier, ¡era un lugar de fantasía!
Esos bonitos caballos, destinados al uso de los socios, nos parecían algo inalcanzable, toda la infancia parecía un recordatorio de que, muchas cosas no eran para nosotros. No había más que observar a quienes los fines de semana lo utilizaban, finas ropas, botas de cuero de excepcional belleza, sus gorros de equitación, delicados perfumes, en fin toda una prestancia, un modo de hablar que sentíamos ajeno, distante, casi otro idioma, pronunciaciones correctas, contrastaban con nuestro lenguaje popular y limitado. Y algo muy significativo que ahondaba el abismo existente, el gesto y la mirada, ¡eso si que ponía distancia! Al poco tiempo, vaya a saber porque motivaciones, probablemente económicas, la caballeriza fue desactivada, al igual que las canchas de polo. Los caballos se marcharon, y el mantenimiento del lugar se hizo inexistente, el deterioro no tardó en aparecer, y las ruinas nos recordarían años más tarde, la escasa distancia que existe entre el esplendor y la decadencia, después de todo, la historia de la humanidad se reiteraba allí a pequeña escala.
En el lateral izquierdo de la caballeriza, había otra doble fila de casuarinas, que luego fueron taladas, entre ellas había una pequeñas casitas de chapa ondulada y zincada, cuyos techos eran de la misma chapa, pero curva. Eran las casas de los jardineros del Hindú, los que allí vivían tenían una característica, eran todos de origen polaco, solos, sin familia. Habían huido del horror de la guerra, y en el alcohol encontraban su consuelo y su perdición. Por las tardes, finalizadas sus tareas en las canchas de golf, se los veía pasar con sus bolsas de tela, llenas de botellas vacías, recorrían las dos cuadras que mediaban entre sus casas y el Bar Almacén del viejo Hodja, también polaco pero con familia. Allí se sentaban a beber, y a la vuelta caminaban dificultosamente, terminando muchas veces caídos en los pastizales al costado de la calle polvorienta, donde vencidos por los vahos del alcohol y el cansancio, dormían un largo rato, para continuar luego su camino. Los chicos del barrio solíamos ir a pedirle las estampillas de las cartas que recibían de sus familiares y amigos en Polonia, conocimos la palabra Polsky, como identificatoria de aquel país. Cordiales y tiernos con los niños, siempre nos guardaban los sellos postales, tan difíciles de obtener para nosotros.
Ellos y sus casas, la caballeriza y las casuarinas que las rodeaban, cayeron abatidos para dar lugar a una nueva cancha de rugby. Solo quedó una doble hilera de casuarinas, las del lateral derecho, pero cuando el viento arrecia, su silbido se amplifica dando un toque de misterio al oyente, que si conoce la historia, no tardara cerrando los ojos, volver a ver las imágenes de aquellos jardineros polacos, tan laboriosos y sufridos, atrapados en los recuerdos de su patria natal, cuyas voces casi ininteligibles, todavía resuenan entre las casuarinas.
Domingo Placentino
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