¿Cuánto tienen en común un nieto argentino de inmigrantes judíos polacos con el país de sus abuelos?
Un viaje al revés
Konskie, Polonia.- ¿Dónde queda la calle Krakowska? El hombre del overol está cargando nafta en la estación de servicio sobre la que desemboca la ruta 42. No habla español ni inglés; yo no hablo polaco. Responde con señas, y entiendo: la calle Krakowska queda exactamente ahí, donde estamos parados. Es ancha y abraza el pueblo, bordeándolo, en ese punto del mapa donde el otoño dorado polaco se presenta como el más bello de los otoños que he visto en mi vida. El mismo punto del mapa donde nació mi abuelo Kadysz. “Bueno, aquí estoy -me digo-. ¿Y ahora qué?” Desde 2004 tengo ciudadanía y pasaporte polacos. Mi abuelo Kadysz -que había llegado a la Argentina con un pasaporte falso, huyendo del hambre y de la persecución racial- nunca lo supo: murió en 2003. Tampoco mis otros dos abuelos polacos: Malke, que nació en Ostrow Mazoviecka, al nordeste de Varsovia, y Natán, cuyo pueblo de origen -Kolomyya- hay que buscar ahora en el mapa de Ucrania.
En sus relatos sobre Polonia, esos que durante la infancia escuché atentamente en la Argentina, no existió jamás una palabra en idioma polaco. Todos hablaban un castellano mal pronunciado, y se referían en ídish a sus pueblos natales: “Kinsk”, decía Kadysz; “Ostroveh”, contaba Malke; “Kolomei”, recordaba Natán.
A diferencia de la mayoría de los abuelos de mis amigos de origen italiano o español, ninguno de los míos soñaba con volver a su país de origen. Pero Kadysz repetía con obstinación lo que más recordaba: “Yo vivía en un pueiblito chiquitito. Mi mamá cocinaba todas las noches una sopa de papas que yo traía de un campo cercano, porque no teníamos otra cosa para comer. A veces iba descalzo en la nieve, porque no había zapatos. Europa estaba muy mal. Y en el colegio, mis amigos me señalaban porque era judío. Conseguí un pasaporte falsio (era imposible que un adolescente de mi edad y mis condiciones obtuviera ese documento rápidamente) y empecé a moverme por Europa. Tuve que esquivar a la Gestapo. Una familia católica polaca me escondió en el altillo de su casa, justo cuando llegué a la frontera checoslovaca, donde las linternas nazis te encandilaban y había 20 grados bajo cero; ellos también me dieron sopa caliente. El barco que me trajo a la Argentina, en 1938, lo tomé en París, pensando en juntar dinero y traer a toda mi familia después. Pero empezó la Guerra, y todo terminó”.
Setenta años después, en el pueblito de 22 mil habitantes la gente camina hacia su trabajo. Casi no quedan indicios de los antiguos edificios, ni hay paredes que ofrezcan una idea del perímetro que ocupó el Gueto. Parada sobre la calle Krakowska, donde no quedan indicios de la casa de mi abuelo, imagino a mi bisabuela cargando entre sus escasas pertenencias la olla gastada y vacía, camino de Treblinka, el campo de extermino nazi al que fue destinada la mayoría de los 6500 judíos polacos que vivían en Konskie, donde la comunidad constituía las dos terceras partes de la población.
El profesor Andrzej Dembicz, de la Universidad de Varsovia, piensa que en buena parte de la población “aún existe una suerte de fobia, porque el judío fue el único otro numeroso que conocimos. Desgraciadamente, en las escuelas se sigue haciendo esa diferencia entre “los judíos” y “los polacos”. Pero no creo que se trate de un antisemitismo racial, sino más bien cultural. Nos hubiese pasado lo mismo con otras comunidades si hubieran sido tan grandes como la judía. Es el problema del otro , explica, citando al filósofo Tzvetan Todorov.
Pisando hojas que crujen camino por el parque principal de Konskie hacia la oficina del Registro Civil. Allí, un empleado me entrega la copia del acta de nacimiento de mi abuelo Kadysz.
-El apellido está mal escrito -le digo-. Es Przednowek, y aquí dice Prednowek.
-No, no. Así es correcto. Está escrito en ruso. Recuerde que en 1911 estábamos bajo dominio ruso. Lo que sucede es que en polaco terminó agregándose la z por cuestiones de pronunciación.
-¿Encontró algo más?
-No. Intenté buscar datos sobre su casamiento, pero fue imposible.
Entonces le cuento que mi abuelo se casó en la Argentina, con una rosarina hija de rusos que ahora tiene 86 años y vive en una ciudad balnearia de la provincia de Buenos Aires llamada Mar del Plata. De inmediato, hacemos juntos la broma de rigor: gracias a que mis abuelos y los suyos (polacos judíos y católicos) sobrevivieron a la guerra, él y yo estamos conversando frente a frente sobre el pasado que vuelve, en un lugar al que de algún modo pertenezco, y donde al mismo tiempo me siento una extraña.
-Dziekuje (“gracias”)- es lo menos que puedo decirle antes de partir.
Salgo de la oficina, y pienso en los relatos de la infancia. En las historias en las que se mencionaba a Polonia comiendo torta de miel en el barrio de Floresta. Busco un teléfono y llamo a Mar del Plata:
-No quedan ni la casa ni el campo de papas -les digo a mi mamá, a mis tías, a mi abuela Mima-. Pero estoy parada en la plaza del pueiblito .
Hace frío y es mediodía. En el restaurante, frente a la plaza, sirven sopa caliente.
Videos
http://videos.lanacion.com/video7406-tres-dias-en-varsovia
http://videos.lanacion.com/video7407-polonia-un-pais-en-plena-transformacion
Por Valeria Shapira
La Nación, 14.12.2008
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