Duro Polanski en su ghetto sin compasión

Polanski y Brody"El pianista”, con excepcional intérprete, es una de las miradas más originales del cine del Holocausto. “El pianista”, resultado de una adaptación de la autobiografía del músico polaco Wladyslaw Szpilman aunque con fuertes vínculos con la historia personal de su realizador, Roman Polanski, es una de las películas más originales que el cine haya hecho sobre el Holocausto. Su rasgo distintivo es la ausencia casi total de componentes emotivos, heroicos, compasivos o épicos. Ni siquiera hay imágenes de los campos. Definitivamente, "El pianista" no es "La lista de Schindler" ni "El diario de Ana Frank".

Esto no significa, sin embargo, que Polanski (quien con este film, después de largos años de mediocridad, recupera su lugar en la pléyade mundial de los grandes directores) se haya limitado a seguir las peripecias de Szpilman con desapasionado objetivismo. Su película, en cambio, está en paralelo con la misma mirada de Hannah Arendt sobre el caso Eichmann. Si la pensadora alemana, tras el juicio del jerarca nazi en Israel, impuso un concepto muchas veces citado, la "banalidad del mal", surgido a partir de la forma rutinaria, inventarial, con la que Eichmann relató las atrocidades en los lager, Polanski (voluntaria o involuntariamente) se ocupó en "El pianista" de la contraparte de esta idea: la absoluta banalidad del azar en los contados casos de supervivencia.

Salvación
Ni a Szpilman, que escapó del ghetto de Varsovia, ni a Polanski, que huyó de niño de un campo en Cracovia, los salvaron la lista humanitaria de un Schindler, ni la llegada de los Aliados, ni algún dios providencial (tan silenciosos y ausentes por aquellos tiempos). Tan sólo una combinación, como tantas otras, de circunstancias fortuitas.
Es tan clara esta dirección del film que, además, el único momento en el que la vida del protagonista corre auténtico peligro se debe a un hecho ridículamente trivial: cuando los rusos entran en Varsovia lo encuentran, famélico y barbado, vistiendo el abrigo de un oficial nazi para calentarse, y por cuestión de segundos no disparan sobre él. Algunos días antes lo había salvado, y hasta módicamente protegido, su destreza para interpretar Chopin, en una de las escenas cruciales y más importantes del film.

Ni Szpilman ni Polanski fueron héroes sino que, por el contrario, observaron calladamente cómo sus respectivas familias subían a los trenes de la muerte. ¿Sabían ellos, en esas circunstancias, qué ocurría en Treblinka? El guión nada sugiere. Se escucha, sí, el comentario entre irónico e inocente de un prisionero, que ante uno de los infames vagones dice: "¿Cuándo tuvieron antes los alemanes una fuerza de trabajo semejante?".

Szpilman, que nunca abandonó Varsovia, publicó su relato de estos hechos apenas terminada la guerra, pero las autoridades comunistas de Polonia prohibieron el libro. Se dice que porque contribuía muy poco con la propaganda (el autor no pasaba por alto ni el lado humano de algunos oficiales alemanes ni las flaquezas de algunos prisioneros, en especial de los que formaron la policía judía en el ghetto: a uno de ellos, por otra parte, le debe Szpilman no haber montado en el tren junto a su familia). El libro se reeditó recién en 1998, dos años antes de la muerte del autor, y fue entonces cuando Polanski adquirió los derechos.

Distanciamiento
Aun con la forzosa frialdad, con el "distanciamiento" que una mirada de esta índole le da a un tema del que el espectador tiene tantas imágenes a través del cine, "El pianista" no deja de ser escalofriante. La verosímil reconstrucción del ghetto varsoviano, y sobre todo de la vida dentro de él, pocas veces fue mostrada en la pantalla de esta manera. Ese efecto está logrado porque no se trata únicamente de la habitual acumulación de horrores (también los hay, como cuando arrojan un paralítico al vacío porque no se puso de pie ante un oficial nazi), sino también por el detalle de las pequeñas miserias diarias, de la práctica del comercio y el contrabando, e inclusive de algunas pocos momentos de dispersión y solaz.

Tal vez el único antecedente sea aquel estupendo film de Nikita Mijalkov, "Sol ardiente", que mostraba la cotidianeidad en los años de Stalin: aun bajo las circunstancias más horrorosas, la vida continúa. George Steiner se refirió una vez a un maravilloso concierto de Debussy que ofreció el famoso Gieseking en Munich, mientras se veían pasar los trenes hacia Dachau; en "El pianista", Szpilman sigue tocando, resignadamente, en un bar para judíos.
Esa pasividad no se modifica cuando el pianista (extraordinaria interpretación de Adrian Brody) queda, clandestinamente, del otro lado del muro. Su tímida intención de formar parte de la resistencia había fracasado hace tiempo ("los artistas no sirven para esto", le dicen, quizá con razón) y ahora, en el hueco que encuentra, sólo acompaña con su mirada, desde la ventana, el transcurrir de una historia que está más allá de cualquier entendimiento.

Uno de sus suplicios, desde luego, es tener ante sí un piano y no poder posar las manos sobre sus teclas para no alertar sobre su presencia: la música sólo se oye en su cabeza, y en la banda sonora. En ese sentido, Polanski también dejó de lado otra de las posibles tentaciones "filosóficas" del argumento, como hizo el director húngaro István Szabó en su película sobre el caso Furtwängler, "Taking Sides" (increíblemente no estrenada en la Argentina), donde examina las relaciones éticas entre el artista y los regímenes totalitarios. Por el espíritu de Szpilman ni siquiera ha de haberse cruzado una disyuntiva de esta naturaleza: él estaba interpretando un Nocturno de Chopin en la radio polaca cuando cayó la primera bomba, y su único sueño no es de libertad ni de venganza cuando sobrevenga la liberación: apenas, seguir tocando a Chopin. Una forma, como tantas otras, de descreer en el género humano.

Por Marcelo Zapata
Ámbito Financiero, Buenos Aires
Jueves 6 de marzo de 2003


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