Rodando por el alma polaca

"Padre, confieso que he pecado", se dice en determinadas ocasiones."Europa, mundo entero, confieso que he sufrido". Confieso, proclamo, que me han hecho sufrir. Sin tregua , durante largos períodos y siglos, inveteradamente, casi con obsesión y hasta con saña. Podría ser el lema de un pueblo a quien se negaba una nación y que, finalmente, puede declararla y ostentarla con orgullo en el rojo y blanco de su bandera, rojo por la sangre derramada, según dicen, y blanco por ese confín de esperanza que se abre sin reloj histórico de retorno.

Bucear en las oquedades del alma polaca no es fácil. Es casi un privilegio y esos corazones heridos pero imbatibles se abren a hurtadillas cuando quieren y a quien quieren si la ocasión se presta. Su leve tosquedad -que no falta de educación- no es un efecto ocasional de su roce con sus exquisitas cervezas piwo o su especialísimo vodka de hasta 70º que allá bautiza con cierta frecuencia a los neófitos de las nuevas desilusiones postcomunistas. No, es la rudeza cálida de quien se reserva, de quien todavía no se atreve. Los jóvenes, por demasiado jóvenes y aún desentrenados para la plena integración europea que se cierne. Los entreverados, por las suturas que ya han cerrado con la filosofía del vivir y los ancianos, los pocos que quedan, por mudos testigos de horribles desastres.

Rodando durante unos días por los extensos campos de patatas de Polonia y por sus soberbios bosques de tilos a 45 Kms. por hora, obedientes a las pocas autovías y a las muchas carreteras comarcales, las reflexiones de una viajera se imponían a toda fantasía y al tópico vulgar implícito al "viaje de placer". Las circunstancias propiciaban que el tiempo que enlazaba unas ciudades con otras asentase vivencias y observaciones. No he visto, es mi opinión, ningún otro país europeo -porque europeo bien lo es, aun con su esencia eslava- donde el arte haya plasmado con mayor desgarro la iconografía del sufrimiento. Lindando a veces con un morbo patético para la sensibilidad mediterránea. En los enormes grupos escultóricos a los caídos en la segunda Guerra mundial y a los que se dejaron la piel en los trabajos del ferrocarril, cuyos travesaños conservados están ahora adornados con clavos-cruces, ambos en Varsovia. En el monumento a los judíos exterminados del ghetto, también en la capital. En la escultura sedente que retrata al cardenal Stefan Wyszynski, con rictus doliente. En los crucifijos de tamaño natural que, forjados en hierro, presiden las criptas de innumerables iglesias y en los que las espinas de sus coronas son tan largas y aceradas que más bien parecen puntas de bayoneta.

Es como si el alma polaca tuviera una especial sensibilidad ante la memoria doliente de su pasado histórico, aún muy cercano. De sabios es no olvidar la propia historia para evitar repetir lo negativo y construir el futuro con criterio, independencia y prosperidad. Pero a Polonia no le dejaban. Sin fronteras naturales infranqueables que la salvaguardasen del avance de sus vecinos, como es sabido, y surgida en el tiempo de la fusión de algunos voivodatos estratégicos en aras del enamoramiento de una pareja legendaria - como es habitual en el medievo - , Polonia fue el bocado disputado por húngaros, lituanos, austríacos, prusianos, rusos, alemanes y hasta la Orden Teutónica desde siempre. Y también desde siempre surgía alguna personalidad extraordinaria que, por amor, lograba que no se desguazasen las piezas del real vestido. Como la dulce reina Edwige, del siglo XIV, pilar de la dinastía de los Jagellon que fueron mecenas y humanistas y cuyo mejor recuerdo vivo es la actual Universidad de Cracovia. Sin embargo, volvía la amenaza y la opacidad, y así hasta casi el Tratado de Versalles que, tras la primera Guerra mundial, identificó plenamente el lugar e identidad de Polonia en el mapa. Aunque posteriormente volvió el sufrimiento. Bien lo saben ustedes, al igual que estas líneas no pretenden condensar unos conocimientos históricos, si han leído el inicio.

Persiguen transmitir una experiencia vivida, intensa, aunque breve. Dar a conocer más a Polonia, aun con la ventaja de que Murcia esté hermanada con Lodz y de que la Cámara de Comercio o a quien competa no se duermen, lo sé yo. Polonia tiene un inmenso potencial y una variedad paisajística y urbanística acusada. En cierto modo, un desequilibrio o contraste interno. Nada que ver la cosmopolita y hermosísima Cracovia, donde ya se han instalado firmas de la moda más prestigiosa, y ha sido declarada patrimonio de la humanidad, con las diseminadas ciudades chiquititas o la propia Malbork, que apenas sería sin el impresionante castillo de los Teutones, conservado casi íntegro, visitable y actualmente en proceso de restauración. Poco que ver el recuerdo de Chopin, romántico y lejano, con el del Papa Wojtyla, vital y cercano y que llena las iglesias con una juventud ferviente. La presencia de ambos está viva, pues son iconos nacionales, pero cada uno a su modo. No obstante, los dos tienen algo en común. Es el corazón, su corazón polaco. A Chopin, que falleció en París, le extrajeron el corazón y éste reposa para siempre en una urna cobijada en una de las columnas de la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia. Al Papa polaco, le quisieron por amor arrancar el corazón y depositarlo en alguno de los rayos de sol de los añiles y traslúcidos atardeceres de Cracovia, donde el sol no agoniza del todo y sólo se esconde para que el trompetero herido de la torre de Santa María no baje nunca la guardia. Lo del corazón no ha podido ser, pero todo llegará.

Me da la sensación de que, a su modo, toda Polonia se mueve por el corazón. Tampoco ignora sus intereses, pero aceptemos que la ciudadanía va por el corazón. Corazón de la ya mencionada dulce Edwige y de la menos dulce, quizá, María Walewska, aunque sus ardientes corsés también sirvieron a su patria. Corazón de María Sklodowska, sapientísimo y pionero, llamada por matrimonio Curie. Corazones de esas "mamaítas" de madera policromada, seis o siete progresivamente más grandes hasta encerrarse en el pálpito universal del mayor. Corazones de los trabajadores de los astilleros de Gdansk, entre quienes todos tenemos presente a quien fue luego Presidente de la nación, Lech Walesa, pero ya no tenemos tan presente que antes, en estos mismos paisajes, corrió la sangre bajo el mandato del general Jaruzelski. Corazón sinfónico de Penderecki y corazón tricolor de Kieslowski. Me quedo esta vez con el blanco o con el azul, pues para rojo, de nuevo la sangre, ya tenemos la presencia intacta del campo de exterminio de Auschwitz.

Oswiecim, el topónimo genuino, para nosotros Auschwitz, es historia, es real, no es cine a pesar de los merecidísimos Oscar de Spielberg. Del vientre de sus barracones, donde muebles intactos, enseres, objetos y fotos reavivan el terrible holocausto, sale un grito oscuro e ininterrumpido, indefinible, ahogado, que te quema desde los ojos hasta las rodillas y ya no te deja andar. Ha sido voluntad de Naciones Unidas que la visita - siempre voluntaria- sea gratuita, sin restricción ninguna y que una inscripción golpee al viajero "Advertencia para toda la humanidad". Se sale pidiendo perdón, pero ¿hemos aprendido algo?, aunque en circunstancias históricas distintas, ¿qué ha ocurrido hace nada en la antigua Yugoslavia? Mejor, volvamos al corazón.

Corazón de Polonia, distinto en Silesia, en la llamada Pequeña Polonia, en los Cárpatos y en la zona del Báltico que ya ha ido sucumbiendo a la atracción del turismo balnear y estival. Alma polaca, compleja, mezcla de transeúntes que se unían por amor para sedentarizarse y arraigar entre los campos de centeno y el frescor plateado del Vístula y luego luchaban -como los dos cabritillos de Postdan- y todo volvía a empezar. Qué sufrimiento y qué perseverancia! Hasta el rostro moreno y melancólico del icono de la Virgen Negra de Jasna Gora -la verdadera Reina de Polonia, se le proclama- está surcado por dos profundas cicatrices cuyo escozor se pierde en la leyenda. Ahora he comprendido a fondo por qué Quo Vadis la escribió precisamente un polaco y que fue Premio Nobel. La sangre de los mártires como semillas de un bosque inmenso, fecundo, permanente e inamovible, como los bosques cerrados que inundan la tierra polaca y sustentan en parte su economía.

Creo que en 2008 tendrá lugar su integración absoluta en la Unión Europea. No todos quieren pero tienen que querer. Perderán su zloty y sus kantors. Triplicarán casi sus gastos y tendrán que hacer más de un malabarismo para adaptar y equilibrar su nuevo nivel de vida. Tendrán que aceptar habitualmente el uso de las tarjetas de crédito y triplicarán también, sin duda, la publicidad y la ingesta de Coca-Cola, ya circulante. En su momento, nos harán la competencia con sus patatas y perfeccionarán sus conocimientos industriales cuya mano de obra ya nos va a la zaga, por rápidos y eficaces. Es la otra cara de la moneda de la globalización. Hablarán mucho más inglés y, probablemente, más alemán, que más de uno sabe pero no desea pronunciarlo. Ahora, tendrán que hacerlo pues sus limítrofes, dado su recentísimo e incierto resultado electoral, tampoco pueden encerrarse en su cascarón. Pueden necesitarse y quienes, se dice , somos europeos debemos impulsar la integración de Polonia. De hecho, Ferrovial ya está metida en la ampliación del aeropuerto de Varsovia y la original y etérea arquitectura de Manterola navega por el Vístula. Aunque alguno de ellos esté dudando o entrevea que puede difuminarse su esencia. Quedará su alma. Compacta, multicolor y luminosa como el ámbar, su mejor emblema y su producto -joya más preciado. No pueden fallar. Además, por sus antepasados, son heliocéntricos y el sol todo lo ilumina.
Subir.

Elena Conde Guerri
La Verdad Digital, Murcia
21.10.2005


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