Amigos públicos, adversarios íntimos
La crítica posiblemente más célebre de la historia de la música tuvo como autor a Robert Schumann y como objeto a Chopin. Se publicó en el Allgemeine Musikalische Zeitung el 7 de diciembre de 1831. “Señores, quítense el sombrero: un genio”, se leía en el primer párrafo. Schumann construye allí una pequeña escena: el que habla es Eusebius, uno de los heterónimos del compositor, antes de tocar el opus 2 de Chopin: las Variaciones sobre Là ci darem la mano . La novedad del encuentro entre esos dos hombres nacidos en el mismo año era doble. Un nuevo objeto musical demandó una escritura parejamente nueva: ese artículo, el primero de los cientos que firmó Schumann, fue también el acta de nacimiento de la crítica musical moderna.
De ahí en más, Schumann se ocuparía repetidamente sobre Chopin en su revista Neue Zeitschrift für Müsik ; allí aparecerían reseñas de sus conciertos para piano, de la Sonata en si bemol menor y de los Estudios opus 25. En Europa, muchos músicos y aficionados -entre ellos, el futuro crítico Eduard Hanslick, aún en Praga- tuvieron las primeras noticias sobre Chopin por medio de esos comentarios.
Cuando los dos compositores se vieron en Leipzig, Chopin tocó algunos de sus nocturnos, mazurcas y la reciente Balada en sol menor . “Basta contemplarlo sentarse al piano para sentirse conmovido. Pero Clara [Wieck] es una virtuosa aun más grande que él”, confió Schumann en una carta. En su correspondencia, Chopin ni siquiera escribe correctamente el nombre del admirador, mencionado como “Schuhmann”.
El lugar que Schumann le confiere a Chopin resulta problemático. Por un lado, se rinde ante su originalidad (“Podría publicar todo anónimamente; se lo reconocería enseguida”); por el otro, lo ubica en un lugar subalterno: “Del mismo modo que Hummel adaptó el estilo de Mozart a los placeres del virtuosismo del piano, Chopin introdujo el espíritu de Beethoven en la sala de conciertos”, escribe en el comentario de los Conciertos para piano . Ya en la reseña de los Estudios opus 25 publicada en 1837, Schumann lamenta la escasa productividad de Chopin y la atribuye a las “distracciones de París”. Es claro que para Schumann, un compositor eminentemente alemán, el cosmopolitismo de Chopin podía resultar escandaloso. Y estaba además el desdén del polaco por cualquier contacto entre literatura y música. “Quien en la literatura no encuentra los aspectos más significativos de lo nuevo no puede considerarse plenamente formado”, había anotado Schumann en una ocasión. Por eso no deja de ser irónico que le dedicara a Chopin Kreisleriana , sus piezas para piano de alusión literaria más explícita. Como retribución, Chopin le dedicó su Balada en fa mayor. Pero la cercanía no está en las dedicatorias cruzadas sino en la música. En “Chopin”, uno de los números de Carnaval (1834-1835), Schumann rinde, bajo la forma de la mascarada y la parodia, un verdadero homenaje. Schumann tenía por lo menos tres heterónimos (Eusebius, Florestan, Meister Raro); en cierto modo, habría que decir que Chopin tenía diez, uno por cada dedo de la mano. Chopin insistía en que cada dedo poseía un carácter esencialmente diferente y que el intérprete debía explotar esa diferencia. Cuando, hacia el final de esa miniatura, anota en la partitura la digitación exhibe, un poco en broma y un poco en serio, la comprensión de ese pensamiento musical
Schumann ganó para la música el descubrimiento, bastante anterior en la literatura, de que la escritura fragmentaria era una de las novedades del romanticismo. Es raro que la Sonata en si bemol menor de Chopin lo impacientara. ¿Por qué, se pregunta Schumann en su crítica de la obra, llamar sonata a “cuatro chicos indóciles” -los cuatro movimientos- puestos uno después de otro... La “Marcha fúnebre” tenía para él “algo repulsivo”. Chopin inquietaba a Schumann. La descripción del final de la Sonata es significativa: “Concluye como empezó, enigmáticamente: una esfinge que sonríe y se burla”. El enigma, justamente, une al músico que paseaba su intimidad por el mundo y al que hablaba de gente y de tierras extrañas.
Por Pablo Giannera
La Nación, Buenos Aires
13.03.2010
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