La muerte del Sócrates polaco
Uno de los hombres más importantes del que probablemente nunca oyeron hablar murió el viernes pasado. Inmersos como estamos en un alboroto de acontecimientos que nadie recordará mañana, tendemos a prestarles menos atención a las personas que se ocupan de las cuestiones de la eternidad -los filósofos, los moralistas, los sabios que intentan desviar nuestra mente hacia cosas superiores-. Sin embargo, a la larga, son estos últimos los que más importan, y su importancia persiste cuando otras preocupaciones resultan ser transitorias. Estos hombres y mujeres cambian el mundo que los rodea, incluso si los demás no lo ven hasta mucho tiempo después.
Leszek Kolakowski era una de esas personas. Fue un filósofo reconocido mundialmente, un profesor de grandes universidades -Oxford, Yale, Chicago- y alguien que era respetado y admirado por sus colegas en todo el mundo. Escribió sobre Spinoza, las controversias teológicas de la Holanda del siglo XVII y otros temas esotéricos.
Sin embargo, Kolakowski no era un filósofo “técnico” que escribía para especialistas académicos. Era un filósofo en el mismo sentido que lo era Sócrates: un pensador que cuestionaba lo que otros daban por sentado, y que sondeaba las acciones y los sentimientos humanos para ayudarnos a entender de qué manera podemos mejorarnos y llevar vidas que sean moralmente superiores, y al mismo tiempo más plenas.
En su historia magistral de tres volúmenes, “Las principales corrientes del marxismo”, Kolakowski documentó la evolución de esa teoría política en el tiempo, pero también diagnosticó el predicamento político, intelectual y moral del continente europeo en los dos siglos parcialmente moldeados por las creencias marxistas. En sus “Conversaciones con el Diablo”, creó un mundo entretenido paralelo a los “cuentos de moralidad” cristiana tradicionales y desplegó su sentido del humor para cuestionar las verdades estereotipadas de la religión y sus oponentes, despojarlas de sus carcasas filisteas y al mismo tiempo defender el verdadero significado moral que subyace a las antiguas creencias.
Fue el destino de Kolakowski –una maldición, si uno ha de confiar en el proverbio chino- “vivir en tiempos interesantes”. En su temprana juventud, presenció las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial en su Polonia natal. Salió de la guerra con un deseo idealista de mejorar el mundo mediante una reforma radical del mundo “podrido” que había permitido que florecieran los nazis. En su ingenuidad, se sumó a las filas del partido comunista en cuyo programa vio la esperanza de cambio.
Pero si bien Kolakowski “viajó” con los comunistas y los respaldó durante unos años, nunca fue realmente un “buen camarada” porque nunca se permitió dejar de pensar por sí mismo. Llegó hasta donde se lo permitió su conciencia, y se negó a ir más allá. Por cierto, fue uno de los primeros entre los llamados “revisionistas” que llegaron a cuestionar la ortodoxia stalinista y abrieron el camino a los cambios importantes que sacudieron al mundo comunista en 1956, cuando Polonia ganó, por un período breve, una cuota pequeña, pero importante de independencia del control del Kremlin.
Pero una vez que empezó a cuestionar el dogma marxista, Kolakowski no paró hasta abandonar por completo el movimiento para convertirse en uno de sus críticos y opositores más importantes. Recuerdo estar presente, siendo un joven estudiante en Varsovia, en una reunión ilegal en la universidad para conmemorar el décimo aniversario de los movimientos reformistas de 1956 -la reunión en la que Kolakowski cortó sus últimos lazos, para entonces frágiles, con el mundo oficial del Partido Comunista.
“En 1956”, recuerdo que dijo, “entendimos que la esclavitud no conducía a la libertad, que las mentiras no ayudaban a la verdad, que la opresión no alimentaba la igualdad definitiva”. Lo que decía era simple, pero es difícil subestimar la importancia de aquellas verdades simples cuando se confrontan las verdades farragosas de la propaganda oficial. De hecho, con palabras como esas, Kolakowski, junto con Solzhenitsyn, Sakharov y otras almas semejantes, finalmente hicieron tanto para acelerar la caída del imperio soviético totalitario como los billones de dólares invertidos en armamentos.
Kolakowski pagó caro su pensamiento libre -menos de dos años después de su discurso en Varsovia, le arrebataron su cargo docente y lo obligaron a un exilio que duraría más de 20 años. Desde su puesto en Oxford, donde se convirtió en miembro del All Souls College, continuó diciendo verdades incómodas y siguió siendo un intelectual y una presencia moral en su país a lo largo de sus luchas contra el régimen opresivo, una serie de levantamientos de los trabajadores, el ascenso del movimiento Solidaridad y el colapso final del régimen en 1989.
Kolakowski regresó a Polonia varias veces en sus últimos años, aunque nunca volvió a radicarse allí. Era un icono entre sus compatriotas colegas -por cierto, para su 70 Aniversario, el diario más importante de Polonia organizó una celebración durante la cual lo coronaron (con una corona de laureles, por supuesto)… rey de Europa. Cuando murió, el Parlamento polaco observó un minuto de silencio. Polonia entró en luto.
Pero el hombre en sí nunca fue un monumento. De hecho, su experiencia con el “bacilo hegeliano” hizo de Kolakowski un hombre por siempre sensible a todos los entusiasmos y credos universales. Prefería el humor al acoso verbal, y amablemente se burlaba de todos los que criticaba, siempre dejando en claro, al mismo tiempo, que hasta la crítica intelectual más severa no negaba la humanidad de sus oponentes. Al rehusarse a creer cualquier cosa incondicionalmente, conservó esa característica más importante de un hombre verdaderamente grande: nunca tuvo una fe incondicional en sí mismo.
Por Andrzej Rapaczynski
Andrzej Rapaczynski, profesor de Derecho en la Universidad de Columbia, fue alumno y amigo de Leszek Kolakowski durante más de cuatro décadas.
End, New York
25.07.2009
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