Juan Pablo II y la ciencia

Los científicos contemporáneos, frente a la explosión de nuevos conocimientos y descubrimientos, muchas veces experimentan que están frente a un horizonte vasto e infinito. Es cierto, la inagotable riqueza de la naturaleza, con su promesa de descubrimientos siempre nuevos, puede entenderse como señalando más allá de sí misma, hacia el Creador que nos la ha dado a nosotros, como un regalo cuyos secretos están para ser explorados". En este tono alentador se expresó Juan Pablo II ante los miembros de la Pontificia Academia de Ciencias, en la Sala Clementina del Vaticano, el 8 de noviembre de 2004. La sala lleva el nombre de Clemente VIII, el pontífice Aldobrandini, patrocinador de la Academia de los Linces, fundada en 1603 por el joven príncipe Federico Cesi, que contó a Galileo Galilei entre sus miembros y dio origen a la actual Academia.

En esa misma sala, majestuosa e imponente, el cuerpo del Papa fue velado el 4 de abril de 2005 antes de ser trasladado a la Basílica de San Pedro, donde una multitud sin precedente le rindió un último homenaje. El grupo de académicos que entonces escuchábamos su mensaje veíamos a la vez a un hombre debilitado y a un pensador vigoroso. Ese contraste, tan humano, nos conmovió profundamente. Muchos intuíamos que estábamos participando de un último encuentro con Karol Wojtyla, un santo y un sabio que ha marcado la vida del mundo y de la Iglesia.

Juan Pablo II era un humanista, con una sólida formación en lenguas y literatura, en filosofía y teología. Su tesis de doctorado en 1948 fue sobre la fe en San Juan de la Cruz , que escribió, en la Universidad Santo Tomás de Aquino, el célebre Angelicum de Roma. Para hacer este estudio debió adentrarse en el mundo de la lengua castellana del siglo XVI, y lo hizo con notable pericia. Seguramente en aquel mundo de la palabra mística encontró su propio lugar poético,

Entréme donde no supe
Y quedéme no sabiendo,
Y toda ciencia trascendiendo


Durante toda su vida el Papa perfeccionó el conocimiento de las lenguas. Dijo una vez, hablando del mundo altamente especializado en que vivimos: "Hemos perdido la facilidad de hablar todas los lenguajes posibles, no solamente los lenguajes en el sentido lingüístico, sino también los lenguajes en el sentido científico" (PA, Papal Addresses, Vaticano 2000, p. 236). De aquí la gran importancia que le otorgaba al carácter internacional y multidisciplinario de la Pontificia Academia de Ciencias, su "Senado científico". Muchas veces, esta multiplicidad de lenguajes científicos permitió establecer contactos inesperados y fecundos; por ejemplo, recientemente, entre las tecnologías de infrarrojos utilizadas en astrofísica y en las neurociencias. Estos encuentros entre modelos científicos son como las metáforas: aportan una nueva luz, un nuevo significado, al llevarnos de un mundo a otro. "El cerebro es más vasto que el cielo", decía Emily Dickinson. "Las neuronas son como las mariposas del alma", sugería Santiago Ramón y Cajal. Es verdad que hay más neuronas en nuestro cerebro que estrellas en nuestra galaxia y que las prolongaciones de las neuronas crecen como aleteando…

El amor y el respeto de Juan Pablo II por la ciencia tenían un profundo sentido humanístico y religioso. "El científico descubre las energías aún desconocidas del universo y las pone al servicio del hombre –dijo–. Por su trabajo debe hacer crecer al hombre y a la naturaleza simultáneamente. Debe humanizar más al hombre, y al mismo tiempo respetar y perfeccionar la naturaleza" (PA, 236). Por eso les otorgaba a las ciencias básicas un valor intrínseco, pocas veces reconocido en la vida cotidiana. La simple búsqueda de la verdad justifica la existencia de la ciencia. No le pedía otra cosa: "La ciencia en sí misma es buena, puesto que es el conocimiento del mundo, que es bueno; como tal fue creado y apreciado por su Creador con satisfacción, como dice el Génesis" (PA, 236). Nada era más apropiado para Juan Pablo II que avivar en toda ocasión la llama espiritual y la libertad que arde en la investigación científica genuina y responsable.

Cómo contrasta esta valorización y confianza del Papa en la ciencia con las críticas infundadas de parte de ciertos sectores de la sociedad, incluso de algunos grupos religiosos, del pasado y del presente. Por eso fue tan significativa la decisión de Juan Pablo II de rever el caso Galileo, un juicio inicuo contra uno de los grandes genios de la ciencia moderna que desde el siglo XVII distanció muchas veces al mundo de la fe del mundo de la ciencia. A tal efecto, encargó a una comisión de expertos un estudio riguroso del caso. Al cabo de una década de trabajo, en 1992, esta comisión se expidió así: "Los jueces de Galileo, incapaces de disociar la fe de una cosmología anticuada, creyeron, totalmente equivocados, que la adopción de la revolución copernicana –que de hecho no había sido aún definitivamente probada– podría minar los fundamentos de la tradición católica, y que era su obligación prohibir que se la enseñara. Este error subjetivo, hoy tan claro para nosotros, los llevó a tomar medidas disciplinarias que causaron un gran sufrimiento a Galileo. Estos errores deben ser francamente reconocidos, como usted, Santo Padre, lo ha pedido" (PA, p.348).

Juan Pablo II fue, sin duda, uno de los pontífices que mayor importancia le otorgaron a la ciencia, pero además fue extremadamente sensible al camino de búsqueda, personal, incierto y laborioso de los investigadores. "Todo científico, a través de su estudio personal y de su investigación, se completa a sí mismo y a su propia humanidad", ha dicho (PA, 234).

Esperemos que este mensaje de un papa sabio y santo se transmita con vigor a todo el mundo y sea puesto en práctica para el bien de todos. El cardenal Joseph Ratzinger fue nombrado miembro de la Pontificia Academia de Ciencias en el año 2000; ahora es el papa Benedicto XVI. El diálogo entre la ciencia y la fe continúa.

El autor es doctor en medicina y psicología; especialista en nuevas tecnologías aplicadas al desarrollo de las capacidades neurocognitivas

Antonio M. Battro
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