Constitución europea y cristianismo
Europa se encuentra en un momento crucial. Por una parte la ampliación de la Unión a nuevos países del Centro, Este y Sur de Europa ensancha sus fronteras territoriales. El 1 de mayo de 2004, la Unión tendrá 25 países con la entrada de la República Checa, Polonia, Hungría, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Chipre y Malta. Será una comunidad de 453 millones de habitantes. Por otra, el proyecto de Constitución Europea profundiza en la unión política. Han pasado 43 años del Tratado de Roma y la Unión Europea ha avanzado en la integración económica y política de sus miembros, ha adoptado la moneda única y alcanza elevados niveles de prosperidad. Han transcurrido más de cuatro décadas de paz . Cayó el Muro de Berlín y con él llegó la libertad para millones de ciudadanos de Europa Central y del Este. En este contexto, Juan Pablo II viene recordando en los últimos meses que la herencia cristiana de Europa debe mencionarse explícitamente en el proyecto constitucional.
En el fondo, tras el debate constitucional se esconde otro más profundo: se trata de analizar si Europa va a quedarse en un interesante proyecto económico y político o si se propone metas más altas. Fue el cristianismo el que integró la cultura clásica grecorromana con el mundo germánico y eslavo.
Del cristianismo surgieron las Universidades, centros del cultivo del saber: Oxford, Paris, Bolonia, Salamanca...
La propia modernidad europea tomó del cristianismo los principios de libertad, igualdad y fraternidad que con el tiempo se plasmaron en la democracia y los derechos humanos. Como señala Juan Pablo II, "de la concepción bíblica del hombre, Europa ha tomado lo mejor de su cultura humanista, ha encontrado inspiración para sus creaciones intelectuales y artísticas, ha elaborado normas de derecho y, sobre todo, ha promovido la dignidad de la persona, fuente de derechos inalienables".
Para impulsar la identidad europea es necesario afirmar la dignidad trascendente de la persona, el valor de la razón, la libertad, la democracia, el Estado de Derecho y la distinción entre política y religión. Esos principios son precisamente los que Europa puede aportar a América, África y Asia. Por eso se puede afirmar que Europa no es tanto un lugar geográfico como un concepto predominantemente cultural e histórico.
Ese concepto incluye lo que Juan Pablo II llama "globalización de la solidaridad", un planteamiento especialmente sugestivo ante la llegada de la nueva Europa que va dibujando la inmigración. Europa, dice el Papa debe construir un modelo de "comunidad de naciones reconciliada, abierta a los otros continentes e implicada en el proceso actual de globalización".
Afirmar la identidad cristiana de Europa no supone nostalgia de planteamientos confesionales o teocráticos.
Es simplemente señalar cuáles son nuestros orígenes.
Una sociedad que no tiene memoria y tradición, difícilmente puede ser creativa. ¿Cómo se entienden las ciudades europeas con sus catedrales, iglesias y museos sin el cristianismo? ¿Qué decir del arte, la literatura o la historia del continente? Las generaciones futuras difícilmente podrían comprender Europa sin conocer el cristianismo y su impresionante legado cultural. No se trata de imponer nada. Las sociedades europeas son sociedades pluralistas, donde la libertad religiosa está garantizada. Pero en todo caso deben ser sociedades cultas, que conocen su pasado y su presente. Porque la presencia del cristianismo no es sólo un vestigio del pasado, es fuerza para alentar a todos los ciudadanos en la edificación del futuro.
Los valores cristianos tienen el potencial de construir Europa desde las islas Azores a Siberia, desde Finlandia a Gibraltar. La Unión Europea es una experiencia única de unidad en la diversidad. Hoy está en una encrucijada: su pujanza económica y política puede acompañarse de valores constitucionales fundamentales y nuevas fronteras espirituales. Las democracias europeas comprenden que, como afirma Juan Pablo II, "un buen ordenamiento de la sociedad debe basarse en auténticos valores éticos y civiles". No basta con asegurar la libertad de elección: conviene empeñarse activamente en la defensa de la vida, la paz y la solidaridad. Los valores cristianos son compañeros fieles en ese camino. Son valores que se proponen, no se imponen. Pero forman parte del origen mismo del continente y pueden dar consistencia en el futuro a las instituciones de la Unión. Mientras tratamos de edificar la casa común europea, los responsables del proyecto de Constitución europea harían bien en tenerlo en cuenta.
Francisco Javier Pérez-Latre
Profesor de Introducción a la Publicidad
Universidad de Navarra
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